El último año de vida de Simón Bolívar estuvo atravesado por las guerras intestinas de los países de América, que tanto buscaba evitar. En Bogotá, donde residía, había resistido el intento de asesinato de algunos sectores de la Gran Colombia, al grito de “tirano” y “dictador”. Estaba a la defensiva, en medio de una marea conspirativa.
Cuando había respetado las libertades de palabra, reunión y prensa, no había podido evitar que éstas se volvieran contra él, pregonando los opositores el llamado al “Suicidio de Catón”. Frente a estos peligros, Bolívar había decidido quizás el único camino posible, seguramente el más difícil, a fin de mantener el sueño de una América unida. Frente a estos peligros, Bolívar enfrentó los desafíos abiertos que le habían presentado sus opositores. Declaró la ley marcial en toda Colombia, sustituyó a las autoridades civiles por militares; suspendió las garantías de libertad personal; dio orden de detener a todos los sospechosos de participar en la conspiración; condenó a muerte a catorce de ellos, incluidos hombres de importancia, como su vicepresidente Francisco de Paula Santander, a quien finalmente conmutaron la pena por el destierro.
A su vez, Bolívar debía enfrentar la hostilidad del nuevo presidente del Perú, el general José de Lamar, quien reivindicaba para su país algunos territorios del actual Ecuador, especialmente la prometedora ciudad costera de Guayaquil, y desató una guerra en 1829, en la que el general Antonio José de Sucre colaboraría con Bolívar.
Tampoco estaban derrotadas las fuerzas españolas, que esperaban el clima propicio para reconquistar sus territorios coloniales, al tiempo que a Gran Bretaña poco le interesaba una gran unidad política, desde Perú hasta Panamá.
En mayo de 1830, agobiado por el desorden y visiblemente enfermo, Bolívar logró que el Congreso de Bogotá aceptara su renuncia. Los retos separatistas no se habían calmado, especialmente de los venezolanos, que se resistían a seguir haciendo costosas ofrendas a la unión colombiana.
Ni Bolívar, muy enfermo, ni Sucre, el único con capacidad de hacer valer su legado, estaban con fuerza para seguir luchando. Difamado en América y en Europa, habiendo vendido y rechazado toda su riqueza, el Libertador había perdido la batalla de la gran Unión. Retirado a las afueras de las murallas de Cartagena, se enteró de la muerte de su amigo Sucre. Entonces, aceptó la invitación de su seguidor Rafael Urdaneta, entonces presidente de Colombia, de “salir del retiro para emplear los servicios como ciudadano y como soldado”, según manifestara en Carta Abierta a los colombianos, pero su propuesta fue ambigua, pues no se consideraba capaz de enfrentar nuevos desafíos.
Con fuerza apenas para caminar, con dolores por reumas y ataques de hígado, aceptó la invitación de un adinerado español para aposentarse en su finca del pequeño poblado colombiano de Santa Marta. En reposo total, Bolívar dictó varias cartas, su testamento y la última proclama a los colombianos, donde aseguró: “Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.
El 17 de diciembre de 1830, con apenas 47 años, se cerraba el ciclo de su vida. Antes de morir, había susurrado a sus amigos: “Hemos arado en el mar”. Para conmemorar la fecha de su muerte, recordamos las palabras de su última proclama. |
A los pueblos de Colombia
Colombianos:
Habéis presenciado mis esfuerzos para plantear la libertad donde reinaba antes la tiranía. He trabajado con desinterés, abandonando mi fortuna y aun mi tranquilidad. Me separé del mando cuando me persuadí que desconfiáis de mi desprendimiento. Mis enemigos abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que me es más sagrado, mi reputación y mi amor a la libertad. He sido víctima de mis perseguidores, que me han conducido a las puertas del sepulcro. Yo los perdono.
Al desaparecer de en medio de vosotros, mi cariño me dice que debo hacer la manifestación de mis últimos deseos. No aspiro a otra gloria que a la consolidación de Colombia. Todos debéis trabajar por el bien inestimable de la Unión: los pueblos obedeciendo al actual gobierno para libertarse de la anarquía; los ministros del santuario dirigiendo sus oraciones al cielo; y los militares empleando su espada en defender las garantías sociales.
¡Colombianos! Mis últimos votos son por la felicidad de la patria. Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la Unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro.
Hacienda de San Pedro, en Santa Marta, a 10 de diciembre de 1830. |
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