Ambos, enemigos políticos y militares, parecían haber comprendido que era necesario detener, tanta matanza entre hermanos.
El 17 de julio de ese año, Lavalle llegó una vez más a la estancia de Rosas en Cañuelas, para arreglar con su antiguo rival algunas cuestiones pendientes. Había cabalgado durante largo rato y estaba físicamente agotado. Miró a su alrededor y se dejó caer en un catre de campaña, a pasitos de unas ollas donde las mujeres del servicio solían preparar sus platos.
Al presenciar la escena se rió, detuvo a su gente, les ordenó que lo dejaran dormir hasta que despertase solo y “guay del que lo molestara”. Todos se fueron calladitos incluyendo la mulata. Mientras tanto, la “lechada” siguió en el fuego, sin que nadie se acordara de ella.
Al presenciar la escena se rió, detuvo a su gente, les ordenó que lo dejaran dormir hasta que despertase solo y “guay del que lo molestara”. Todos se fueron calladitos incluyendo la mulata. Mientras tanto, la “lechada” siguió en el fuego, sin que nadie se acordara de ella.
Al despertar Lavalle, le avisaron a Rosas, que fue a recibirlo, y recién entonces advirtieron que la lechada seguía hirviendo.
Alguien se acercó y sacó las ollas del fuego, olió un aroma delicioso y no aguantó la tentación de probar esa cosa marrón y espesa.
También Rosas y Lavalle saborearon un poco como si fuera un brindis.
Y les encantó.
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