El 11 de mayo de 1974 moría acribillado a balazos el padre Carlos Mugica cuando salía de la Iglesia Francisco Solano, donde acababa de celebrar una misa. El “cura villero” adhirió incondicionalmente al Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo y luchó incansablemente por mejorar las condiciones de vida de la gente humilde. A continuación, transcribimos una entrevista aparecida en el primer número de la revista Cuestionario, donde Mugica se refiere a uno de los momentos clave de su vida, cuando su mundo se derrumbó y comenzó su infatigable lucha por los pobres.
“Nací en el palacio Ugarteche, creo que lo llaman el palacio de los Patos y siempre viví en Barrio Norte; el colegio, mis amigos eran todos como yo. Mi familia tenía una honda fe cristiana y fui criado en un clima de piedad religiosa; pero era una fe trascendentalista, muy preocupada por la salvación del alma, que no turbaba para nada la conformidad que sentíamos hacia todo lo que nos rodeaba. El otro mundo, el mundo de los humildes, no lo conocía. Me acuerdo sí, de un amigo del barrio, Giménez, hoy estanciero, que era distinto; tenía una forma especial de hablar con los pobres: simplemente se daba, me acuerdo de él por eso: porque se daba; se daba más que yo. En aquella época tenía, sin embargo, ocasión de tocar las cosas del pueblo; (…) Yo soy hincha fanático de Racing, me gustaba mucho ir a la cancha. A mi padre no le sobraba la plata: éramos siete hermanos. Entonces a mí me daba un peso por semana; la popular en ese tiempo valía 50 centavos… yo iba a la popular con Nico, el hijo de la cocinera. En la cancha, durante el viaje de ida y al regreso, Nico y yo, compartíamos las mismas cosas; además éramos iguales, bueno… bueno éramos todos iguales: era la alegría simple del pueblo y Nico y yo estábamos allí. El mundo de la burguesía, en cambio, es el mundo de las diferencias; está la puerta de servicio y la entrada de la gente; una comida para el personal de servicio y una comida para los patrones. Con el fútbol me agarraba unas ronqueras bárbaras, pero, además tenía problemas de conciencia. Yo era muy piadoso… y en mis oraciones le pedía siempre a Dios que ganara Racing el domingo, mi hermano Alejandro era de River, y él le pedía a Dios que ganara River…yo pensaba ‘ahora no se como se va arreglar Dios, y bueno…entonces habrá empate’.”
“Era un muchacho piadoso y, a mi manera, feliz. Primero, iba aprender que había otra clase de felicidad…
después lo otro: otra clase de piedad. Me acuerdo que un día charlando con mi confesor, el entonces padre Aguirre, hoy obispo de San Isidro, le dije: ‘Padre, hoy me siento un tipo feliz: primero, porque hay una chica que creo me lleva el apunte; segundo, porque Fangio acaba de ser campeón mundial y tercero, porque Racing va primero’. Esa era toda mi problemática en aquella época. Pienso que mi vida se hubiera derrumbado si Fangio volcaba con el coche o Racing perdía dos a cero. El padre Aguirre se sonrió y me dijo: ‘Mirá, yo creo que la felicidad depende de cosas más profundas…’; después lo descubrí. Un tipo extraordinario el padre Aguirre, era un hombre que se daba, un hombre que vivía para los demás. A él, después de Dios y mi madre le debo la vocación sacerdotal. Además me hizo pensar por primera vez, que la felicidad no está en las cosas de uno, sino en las cosas de los demás. Por todo eso, creo que es una de las personas importantes en mi vida. Fue un encuentro decisivo; el otro vendría mucho después… cuando estrellé con un letrero escrito en el sueño de un callejón. Mi mundo era un mundo homogéneo y sin conflictos, en el que, sin embargo, el padre Aguirre había abierto la primera, pequeñísima brecha; todavía mi piedad y mi felicidad vestían su vieja piel. Hasta los diecinueve años no se me había cruzado por la cabeza que yo podría ser sacerdote. A los veintiún años entré en el seminario: estaba todavía en tercer año de Derecho. La enseñanza que daban en el seminario, la lectura y la meditación de la Biblia, donde está indicado claramente que Dios viene por todos, pero que, principalmente Dios viene para los pobres, me habían hecho ver que el sacerdote está llamado a una vida austera, abierta a la vida de los humildes. Todavía era seminarista y entré a trabajar al lado del padre Iriarte, hoy obispo de Reconquista, que era teniente cura en la parroquia de Santa Rosa. El padre Iriarte visitaba a la gente de la parroquia; no la esperaba, la iba a buscar. No se trataba solamente de ir con la palabra de Dios; se trataba de recoger la palabra de los hombres. Tratábamos de hablar con la gente, de comprender. Era un barrio popular y la gente humilde siempre tiene problemas; había por supuesto, que evangelizar, llevar a cada uno la seguridad de que todos eran hijos de Dios, pero aparte, había que tratar de llegar a todo lo demás. A fines de 1954 y durante todo el año 55, íbamos con el padre Iriarte a visitar a la gente en sus casas. Una vez por semana, íbamos a un conventillo que quedaba en la calle Catamarca y charlábamos con la gente. Yo preparaba unos muchachos que luego tomaron la primera comunión; los domingos jugábamos al fútbol. Como en aquellas idas a la cancha con Nico, era mi otra gran experiencia de ese mundo, el mundo de los humildes del cual yo había vivido siempre distante. Pero esta vez, me iba a dar cuenta que era más adentro, bien adentro.”
“Eran los días finales del gobierno peronista. En mi familia, mi padre estaba prófugo y tenía dos hermanos en Villa Devoto. En el Barrio Norte se echaron a vuelo las campanas y yo participé del júbilo orgiástico de la oligarquía por la caída de Perón. Una noche, fui al conventillo como de costumbre. Tenía que atravesar un callejón medio a oscuras y de pronto, bajo la luz muy tenue de la única bombita, vi escrito, con tiza y en letras bien grandes: ‘Sin Perón, no hay Patria ni Dios. Abajo los cuervos’. La gente del conventillo me
conocía bien, yo había intimado bastante con ella durante todo ese tiempo (después seguí yendo, casi todo el año 56). Sin embargo, para mí lo que ví escrito fue un golpe: esa noche fue el otro momento decisivo en mi vida. En la casa encontré a la gente aplastada, con una gran tristeza. Yo era un miembro de la Iglesia y ellos le atribuían a la Iglesia parte de la responsabilidad de la caída de Perón. Me sentí bastante incómodo, aunque no me dijeron nada. Cuando salí a la calle aspiré en el barrio la tristeza. La gente humilde estaba de duelo por la caída de Perón.”
“Y si la gente humilde estable duelo, entonces yo estaba descolocado: yo estaba en la vereda de enfrente. Me acordé de María. Había ocurrido hacía mucho tiempo; lo tenía olvidado. Un verano había ido con mi hermano, en las vacaciones, al campo. Desde entonces les escribí a mis padres. En la despedida de la carta había puesto: ‘Saludos a las sirvientas’. Cuando volvimos de afuera María me dijo: ‘Carlos, nosotros no somos sirvientas: somos seres humanos’. Era la misma cosa que el letrero del callejón. Si María hubiera escrito en una de las paredes de mi casa ‘… somos seres humanos’, bueno… se lo hubieran hecho borrar o tal vez la hubieran echado. Sí, yo estaba en la vereda de enfrente. Ahora la gente pobre estaba de duelo y debía pensar en el significado de esa tristeza. Cuando volvía a casa, a mi mundo que en esos momentos estaba paladeando la victoria, sentí que algo de ese mundo, ya, se había derrumbado. Pero me gustó.”
Fuente: Revista Cuestionario Nº 1, mayo de 1973
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