lunes, 16 de febrero de 2015

Facundo Quiroga, en las memorias de José María Paz

El 27 de noviembre de 1788 nació Juan Facundo Quiroga Argañaraz, en el departamento de Los Llanos, La Rioja. Luchó en las campañas libertadoras junto a San Martín, pero pronto regresó a su provincia natal para unirse al ejército que luchaba contra los realistas.
Concluida la guerra de independencia, Quiroga dio su apoyo al Congreso reunido en Buenos Aires en 1824. Sin embargo, un año más tarde enfrentó el proyecto político unitario de Rivadavia junto a los caudillos federales Juan Bautista Bustos y Felipe Ibarra. Derrotó a Lamadrid en las batallas de El Tala y Rincón de Valladares y se convirtió en uno de los más destacados referentes del movimiento federal del Interior; apodado “el tigre de Los Llanos” por su valentía y temeridad, Quiroga invadió Córdoba y se apoderó de la ciudad, pero fue desalojado por el general unitario José María Paz, que lo venció en La Tablada el 22 de junio de 1829 y en Oncativo un año después.
La batalla de La Ciudadela, en Tucumán, librada el 4 de noviembre de 1831, concluyó con la victoria de Quiroga y junto a la victoria de Rosas sobre Lavalle en Buenos Aires, puso término a la guerra civil.
Quiroga se instaló en Buenos Aires. Mantenía con Rosas una relación de aliado y era considerado por don Juan Manuel como su hombre en el Interior. Las diferencias entre Rosas y Quiroga se centraban en el tema de la organización nacional. Mientras que este último se hacía eco del reclamo provincial de crear un gobierno nacional que distribuyera equitativamente los ingresos nacionales, Rosas y los terratenientes porteños se oponían a perder el control exclusivo sobre las rentas del puerto y la Aduana.
Ante un conflicto desatado entre las provincias de Salta y Tucumán, Manuel Vicente Maza, por entonces gobernador de Buenos Aires, encomendó a Quiroga una misión mediadora. Quiroga se trasladó al Norte para llevar a cabo la gestión, pero a su regreso, fue asesinado el 16 de febrero de 1835 en Barranca Yaco, provincia de Córdoba, por Santos Pérez, un sicario al servicio de los hermanos Reinafé, hombres fuertes de la provincia mediterránea, ligados a Estanislao López.
Reproducimos a continuación un fragmento de las memorias del general José María Paz, donde alude a las deserciones que sufrían los ejércitos unitarios ante la aproximación del bravo “tigre de los llanos” con sus capiangos, “hombres que –según la creencia popular- tenían la sobrehumana facultad de convertirse, cuando lo querían, en ferocísimos tigres”. También se mofa Paz en el relato que a continuación citamos del célebre caballo moro de Quiroga, “confidente, consejero y adivino” del caudillo riojano.
Fuente: José María Paz, Memorias póstumas del general José María Paz, Tomo II, La Plata, 1892, págs. 176-182.
En las creencias populares, con respecto a Quiroga, hallé también un enemigo fuerte a quien combatir; cuando digo populares, hablo de la campaña, donde esas creencias habían echado raíces en algunas partes, y no solo afectaban a la última clase de la sociedad. Quiroga era tenido por un hombre inspirado; tenía espíritus familiares que penetraban en todas partes y obedecían sus mandatos; tenía un célebre caballo moro (así llaman al caballo de un color gris), que a semejanza de la sierva de Lertorio, le revelaba las cosas más ocultas, y le daba los más saludables consejos; tenía escuadrones de hombres, que cuando los ordenaba se convertían en fieras, y otros mil absurdos de este género. Citaré algunos hechos ligeramente, que prueban lo que he indicado.
Conversando un día con un paisano de la campaña, y queriendo disuadirlo de su error, me dijo: “Señor, piense usted lo que quiera, pero la experiencia de años nos enseña que el señor Quiroga es invencible en la guerra, en el juego, y bajando la voz, añadió, en el amor. Así es que, no hay ejemplar de batalla que no haya ganado; partida de juego, que haya perdido; y volviendo a bajar la voz, ni mujer que haya solicitado, a quien no haya vencido”. Como era consiguiente, me eché a reír con muy buenas ganas; pero el paisano ni perdió su seriedad, ni cedió un punto de su creencia.
Cuando me preparaba para esperar a Quiroga, antes de la Tablada, ordené al comandante don Camilo Isleño, (…)  que trajese un escuadrón a reunirse al ejército, que se hallaba a la sazón en el Ojo de Agua, porque por esa parte amagaba el enemigo. A muy  corta distancia, y la noche antes de incorporárseme, se desertaron ciento veinte hombres de él, quedando solamente treinta, con los que se me incorporó al otro día. Cuando le pregunté la causa de un proceder tan extraño, lo atribuyó al miedo de los milicianos a las tropas de Quiroga. Habiéndole dicho que de qué provenía ese miedo, siendo así que los cordobeses tenían dos brazos y un corazón como los riojanos, balbuceó algunas expresiones, cuya explicación quería absolutamente saber. Me contestó que habían hecho concebir a los paisanos, que Quiroga traía entre sus tropas cuatrocientos capiangos, lo que no podía menos que hacer temblar a aquellos. Nuevo asombro por mi parte, nuevo embarazo por la suya, otra vez exigencia por la mía, y finalmente, la explicación que le pedía. Los capiangos, según él, o según lo entendían los milicianos, eran unos hombres que tenían la sobre-humana facultad de convertirse, cuando lo querían, en ferocísimos tigres, “y ya ve usted”, añadía el candoroso comandante, “que cuatrocientas fieras lanzadas de noche a un campamento, acabarán con él irremediablemente”.
Tan solemne y grosero desatino no tenía más contestación que el desprecio, o el ridículo; ambas cosas empleé, pero Isleño conservó su impasibilidad, sin que pudiese conjeturar si él participaba de la creencia de sus soldados, o si sólo manifestaba dar algún valor a la especie, para disimular la participación que pudo haber tenido en su deserción: todo pudo ser.
Un sujeto de los principales de la Sierra, comandante de milicias, Güemes Campero, había hecho toda la campaña que precedió a la acción de la Tablada, con Bustos y Quiroga; vencidos estos, se había retirado a su departamento, y después de algún tiempo que se conservó en rebeldía, fue hecho prisionero y cayó en mi poder. No tuvo más prisión que mi casa, donde se le dio alojamiento, sin más restricción, que no salir a la calle; por lo demás, asistía a mi mesa, y comunicaba con todo el mundo. Un día estando comiendo, algunos oficiales tocaron el punto de la pretendida inteligencia de Quiroga con seres sobre-humanos, que le revelaban las cosas secretas, y vaticinaban el futuro. Todos se reían, tanto más, cuanto Güemes Campero, callaba, evitando decir su modo de pensar. Rodando la conversación, en que yo también tomé parte, vino a caer en el célebre caballo moro, confidente, consejero, y adivino de dicho General. Entonces fue general la carcajada y la mofa, en términos, que picó a Güemes Campero, que ya no pudo continuar con su estudiada reserva; se revistió, pues, de toda la formalidad de que era capaz, y tomando el tono más solemne, dijo: “Señores, digan ustedes lo que quieran, rían cuanto se les antoje, pero lo que yo puedo asegurar, es que el CABALLO MORO se indispuso terriblemente con su amo, el día de la acción de la Tablada, porque no siguió el consejo que le dio, de evitar la batalla ese día; y en prueba de ello, soy testigo ocular, que habiendo querido poco después del combate, mudar caballo y montarlo [el general Quiroga no cabalgó el moro en esa batalla), no permitió que lo enfrenasen por más esfuerzos que se hicieron, siendo yo mismo uno de los que procuré hacerlo, y todo esto, era para manifestar su irritación por el desprecio que el General hizo de sus avisos”. Traté de aumentar algunas palabras para desengañar aquel buen hombre, pero estaba tan preocupado, que me persuadí de que era por entonces imposible.
A vista de lo que acabo de decir, (…) fácil es comprender cuánto se hubiera robustecido el prestigio de este hombre no común, si hubiese sido vencedor en la Tablada. Las creencias vulgares se hubieran fortificado hasta tal punto, que hubiera podido erigirse en un sectario, ser un nuevo Mahoma, y en unos países tan católicos, ser el fundador de una nueva religión, o abolir la que profesamos. A tanto sin duda hubiera llegado su poder, poder ya fundado con el terror, cimentado sobre la ignorancia crasa de las masas, y robustecido con la superstición, una o dos victorias más, y ese poder era omnipotente, irresistible. Adviértase que esa victoria que no obtuvo, le hubiera dado una gran extensión a su influencia, y que si antes, además de la Rioja, la ejercía en algunas provincias solamente, entonces hubiera sido general en todo el interior de la República.

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