El 11 de septiembre de 1888, Domingo Faustino Sarmiento moría en Asunción, adonde había llegado con la esperanza de aliviar sus dolores. La finalización de su mandato presidencial en 1874 no había puesto fin a su intensa vida pública, a su afición por la pluma y a su pensamiento abocado a la educación, más que a ningún otro tema. Su cadáver embalsamado fue transportado desde Asunción a Buenos Aires. En el trayecto, fue objeto de honores oficiales y populares en varias ciudades. Su cuerpo llegó a la capital porteña el 21 de septiembre. Cuando falleció, José Ingenieros tenía once años. Todavía no era el exponente más prestigioso del positivismo argentino que fue ya entrado el siglo XX. Uno de sus principales referentes fue justamente Sarmiento. Ingenieros creyó en la educación como un sistema de adaptación de los ciudadanos, como una forma de capacitarlos en el trabajo socialmente útil y en el desempeño cívico. En varias ocasiones, como la frase que seleccionamos, recordó a quien creyó en la educación como una fuerza moral, que debería difundirse en la nación como requisito ineludible para su crecimiento económico. |
Fuente: José Ingenieros, Obras completas. Vol. 16. Los tiempos nuevos, Editorial ELMER, Buenos Aires, 1956. |
“Ciegos, los que no lo ven; paralíticos, los que no se preparan a adaptarse a ese nuevo régimen social, que irá surgiendo naturalmente de los sucesos. Y para no ser ciegos ni paralíticos en un mundo que será movido por nuevos ideales, no conocemos, hasta ahora, sino una profilaxia segura: la educación, el ideal de Sarmiento, tal como él lo concibió y lo practicó durante toda su vida, por vocación y por principio, una educación para el porvenir, libre de las mentiras del pasado. No se equivocaba al mirar la cultura como el instrumento más grande de dignificación en el individuo, de solidaridad en la nación, de simpatía en la humanidad.”. |
José Ingenieros |
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